En estos días en los que todo es negro y nada me consuela,
me vienen recuerdos.
Hace años, yo era tan solo una niña, me senté al lado de un
hombre que lloraba amargamente porque parte de su mundo se rompía en pedazos.
Ese hombre, al que yo veía como un ser indefenso y
vulnerable, intentaba explicarse, excusarse, que yo entendiera algo… que jamás
iba a entender.
Años antes, con tan solo diez años, le había ayudado a salir
de mi vida. Había empaquetado sus cosas, le había dicho cuánto le quería y me
había despedido de él, sabiendo… que jamás encontraría en aquella persona la
protección que yo necesitaba y que me dejaba, sola y perdida, en el infierno
más absoluto.
Aquel día, sentada a su lado, volví a sentirme responsable
de aquel hombre. Volví a sentir la ternura que había experimentado el día que
le despedí. Me sentí cruel por haberle hecho llorar. Sentí que, de nuevo, debía
protegerle de su mal, de sus decisiones, de su enorme y débil corazón.
Aquel día vi que él se torturaba más a si mismo de lo que yo
jamás lo haría. Que intentaba que él compensara un daño que no podría eliminar
ni en cien vidas. Y sentí lástima por él y su remordimiento.
Miraba dentro de mí y sabía que no me servían sus disculpas,
que mi corazón quería, que le pedía a gritos, que arreglara el pasado, que
volviera atrás en el tiempo y tomara decisiones distintas. Pero eso no podía
ser.
Sabía que incluso volviendo atrás, yo habría tenido que
ayudarle a huir, que nada cambiaría, porque yo era más fuerte que él, porque
era más oscura, más complicada, más… como ella.
He intentado siempre encontrar el perdón para ese hombre, luchando
entre el rencor y el amor que sentía hacia él. Puede que jamás lo encuentre
porque primero debería perdonarme a mi misma. A la niña pequeña, que hizo de
madre, y tomó la decisión equivocada para todos.
A veces le veo como es… y se que merece la pena, aunque sea
solo a ratos, tenerle en mi vida.
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