A lo largo de mi vida he tenido conversaciones de todo tipo
con mucha gente. Muchos han intentado aconsejarme sobre algunos temas, pero he
de decir que son extremadamente pocos los consejos que me han llegado dentro de
alguna manera, y se cuentan con los dedos de la mano aquellos que he seguido.
Mi abuelo aconsejaba poco. Quizás esa era una de aquellas
cosas por las que le admiraba tanto.
Hablábamos todos los lunes, cuando mi
abuela se iba a las labores del centro de mayores y su hija se iba a las
terapias de alcohólicos.
Los lunes era nuestro día. Salía de trabajar y me plantaba
en su casa. La imagen era siempre la misma. Entraba en el salón y él estaba
sentado en la mesa, con un libro en sus manos. Me miraba, me sonreía y me
decía: “te estaba esperando. Has tardado mucho.”
Yo le daba un beso en la cabeza, como él me hacía a mí de
niña y le decía que había llegado a la misma hora de siempre. Y él sonriendo me
decía: “No hija, llevo una semana esperándote”.
Nos poníamos un vaso de malta con leche y cortábamos un
montón de barquitos de pan duro del
día anterior. Esa era nuestra merienda. Casi siempre me hablaba del libro que
estaba leyendo en ese momento. Cada semana era uno diferente. El primer motivo
por el que empecé a darme cuenta de que estaba enfermando fue un libro que le
duró tres semanas. Pero esa es otra historia.
Cuando terminaba su narración sobre el libro me decía: “Y
bueno… qué tiene en su cabecita hoy mi pequeña
valiente”. Y así yo empezaba a contarle mis secretos, mis dudas, mis
sentimientos respecto a muchas cosas que sucedían a mi alrededor o que habían
sucedido en el pasado.
Una tarde hablamos del perdón y del odio. Necesitaba saber
por qué había perdonado a su hija, cómo lo había conseguido, y por qué yo era
incapaz de hacerlo y la odiaba tanto como para no poder estar, en ocasiones, en
la misma habitación que ella.
“Lo primero que tienes que entender es la diferencia que
existe entre el amor que un padre tiene por sus hijos y el que los hijos tienen
por los padres. Un día serás madre - me dijo - y entenderás lo que te voy a
decir.
El amor de los hijos por los padres es egoísta básicamente.
El de los padres por los hijos, salvo contadas excepciones, es desmedido y desprendido.
Y así debe de ser. Nunca dejas de amar a un hijo. Los amas con cada acierto y
con cada error. Sus penas te rompen en mil pedazos, sus alegrías te dan la
vida. Haces tuyos sus errores y muchas veces, sientes culpabilidad por el daño
que ellos hacen.
La decisión más dura que he tomado en mi vida fue
posicionarme con vosotras y en contra de mi hija. Y no, pequeña, jamás la he
perdonado por lo que os hizo, pero nunca podré dejar de quererla y de sentirme
culpable de su maldad. Ella, sin embargo, nunca me querrá a mí. Esto, hija mía,
ya lo he hablado con tu madre.
No la perdones nunca. No se lo merece. No por el daño que te
ha hecho, si no por su falta de arrepentimiento. No te sientas culpable por
ello tampoco. Si de algo me siento orgulloso es de tu cordura, pequeña valiente, no la pierdas yendo en
contra de tus propios sentimientos.
La odias, sin embargo le has dado cientos de oportunidades.
¿Nunca te preguntas por qué?. Yo si mi niña. Creo que la respuesta está en tu
gran corazón y en el anhelo de tener una madre que te quiera de manera
desmedida y desprendida. No podrás suplir eso con mi hija. Tampoco te querrá
nunca.
Controlas tu odio y buscas la manera de perdonarla, sin
quererla, porque crees que yo lo he hecho y tu padre te anima a que sigas
manteniendo una relación con ella, y que, para ser lo que todos consideran buena
persona, recuperar a tu padre, y seguir mis pasos, hay que conseguir amar y
perdonar. Pero sólo los necios perdonan a quien no se lo merece y sólo los padres
aman sin motivo alguno a sus hijos.”
¿Y entonces… si no la has perdonado nunca… por qué la
defendiste en contra de mi padre? – le dije yo sin pensarlo – ¿que había hecho
él mal?.
“Dejaros con ella – afirmó él – yo no tenía el valor de
separaros de ella. Era mi hija. Y tu padre no lo tuvo tampoco, siendo vuestro
padre.”
“Mira, si soy egoísta – continuó – tu padre me venía bien
para reducir mi culpabilidad por haber criado un ser como tu madre. He
reflexionado mucho sobre ello estos años. Él se encargaba. Nosotros sólo
teníamos que colaborar de vez en cuando. Pero hice mal. Tu padre es buena
persona. Y si de alguien has heredado tu gran corazón y tu afición por las
almas perdidas, es de él”.
Tampoco consigo perdonarle, la verdad. - le dije - Aunque con él es
distinto. Verás. Después de todo lo que ha hecho mi madre, a nosotras, a él, a
vosotros… a todos los que la rodean… la abuela y tú la habéis acogido en
vuestra casa y la habéis ayudado.
Yo no creo haber hecho daño a los que me rodean. He
intentado siempre hacer lo correcto, incluso con ellos, aunque me he equivocado
en ocasiones y me he dejado llevar por la ira y el odio.
"Una ira y un odio justificados - sentenció mi abuelo."
Y sin embargo - continué diciendo - eso que
dices del amor desmedido y desprendido por parte de los padres, yo nunca lo he
tenido. No me han ayudado. Una porque me odiaba. El otro porque no parecía que le
mereciera la pena enfrentarse a ella por nosotras. Una me ha hecho daño y el otro
me ha abandonado a mi suerte, exigiéndome luego un respeto y un amor, por él y
por su mujer, que él nunca tuvo hacia mí.
Con mi padre tengo la sensación continua de que sus mujeres
y lo que ellas necesitaran siempre han estado por encima, incluso, de mi propia
supervivencia. ¿Cómo perdonarle entonces a él?
“Tu padre no es como tú, hija. Es débil. Tu madre le torturó durante muchos años y eso deja huella en las personas. Creo que lo destrozó.
Que no sabía por dónde salir. Y que cuando conoció a su mujer se aferró a esa
persona que le había dado cariño y comprensión, y tu padre necesitaba de ambos
en grandes cantidades. Si conozco a tu padre, y créeme pequeña, le conozco
mejor que tú, cargará siempre con la culpa y la duda de si sus decisiones
fueron acertadas o no y de si, de alguna manera, podía haber seguido otro
rumbo.
Quiso muchísimo a mi hija y eso fue lo que le destrozó. Ahora, por lo
que me cuentas, quiere mucho a su mujer, y si ella es como dices con él, eso le
salvará y le hará recobrar el sentido y la seguridad como persona y como padre.
Pero tu padre necesita tiempo para volver a ser la persona que fue y necesita
de tu paciencia. Si piensas que no se la merece puede que estés en lo cierto, y
yo sería el primero en apoyarte en tu decisión, porque contigo ninguno nos
hemos ganado nada, mi niña. Pero si tu padre recobra el sentido que le quitó mi
hija. Volverá a ser la persona cariñosa, atenta y familiar que siempre fue. Y
le necesitarás. Yo no viviré eternamente. Quiero que pienses en algo, hazme ese
favor:
La diferencia entre tu padre y tu madre es que ella disfruta
haciendo daño y manipulando a la gente, él simplemente, se equivocó porque dentro
de su depresión no encontró otro camino, y perdió con eso más de lo que ganó.”
“No has tenido suerte en la vida” – dijo mientras me daba un
beso en la frente – “Pero hay otra cosa que voy a decirte. Es imposible
conocerte y no quererte y a la vez admirar tu entereza y tu fortaleza. No sé de
dónde la has sacado. Desde luego no es genético. Tu hermana siempre cae de pie,
te lo he dicho muchas veces. Tú no. Y sea como sea, siempre sabes levantarte y
ser fiel a tus convicciones. Vences las mareas.
Nadie que conozca es como tú y
no por eso son peores, pero no se enfrentan a las cosas como haces tú. No pongas listones tan altos a la gente. No todos son tan fuertes
y valientes y de la misma manera, merece la pena tenerlos en tu vida. Tu padre
es uno de ellos. Tu madre no.
¿Recuerdas cuando hablamos de lo que tú llamas hormigas?.
Piensa en ello.”
Menos de un año después de aquella conversación, mi abuelo
murió, sufriendo una agonía que jamás se la desearía a nadie. Excepto a ella.
Nunca perdoné a su hija y jamás he dejado de odiarla. Cuando
nació la mía y puesto que mi abuelo ya no estaba entre nosotros, rompí la
relación con toda aquella familia y jamás los volví a ver.
Yo había retomado la relación con mi padre. Comíamos juntos
los jueves pero seguía sin ver en él todo lo bueno que mi abuelo me había dicho
que tenía y sobre todo, no veía la manera de quererle y perdonarle. Además, no
encajábamos. No me entendía y su forma de plantear la vida a veces me parecía
completamente absurda.
Aún así seguí comiendo con él los jueves y poco a poco fui
conociéndole mejor y creando recuerdos nuevos. Con el tiempo empecé a pasar las
vacaciones con ellos, mi marido y los niños.
He de decir que sigo viendo absurdos muchos de sus
planteamientos de vida y que jamás, ni por asomo, encontraré en mi padre y su mujer, la comprensión y el entendimiento que tenía con mi abuelo. Quizás mi relación con mi hermana es la única que se asemeja un poco a aquello. Aún así aprendí a apreciarlos.
Puede que jamás encuentre a nadie con quien hablar de la
vida y los sentimientos como con él. Pero él tenía razón en tres cosas:
Yo no he tenido mucha suerte en la vida. A veces porque así
me vinieron las cosas otras, porque tome caminos equivocados. Pero me siento afortunada en muchas cosas.
La segunda cosa en la que mi abuelo tenía razón es en la
persona que era mi padre. Cariñoso, familiar y atento. Su mujer es mucho más fuerte
que él. Si, puede que ella le “salvara” como decía mi abuelo. Y yo me alegro de
que lo hiciera.
La tercera es que a los hijos se les quiere de una manera
desmedida y desprendida, salvo contadas excepciones.
No se si yo, alguna vez, he sido realmente como me veía mi
abuelo. Puede que me quisiera demasiado y el amor le cegara a veces conmigo.
Puede que al haber sido yo su apuesta, no le quedara más remedio que admirarme
y quererme, para reafirmar su decisión. Puede que mi hermana y yo le aliviáramos
el dolor de haber tenido los hijos que tuvo y que por eso, con nosotras,
intentara hacer las cosas de otra manera y vernos de otra manera. Creo que
nunca lo sabré.
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